Ghislaine Vappereau, X. Antón Castro, Lapiz, n°58 Revista Internacional de Arte, 1989

Desde una posición que entonces, hace unos cinco años, suponía todo un reto a la vigencia incuestionable de la pintura en el sentido tradicional, los bajorrelieves de Ghislaine Vappereau rompían, y en cierta medida, se emparejaban a los precurarres del retorno al objeto, tal cual lo concebimos ahora. La actual exposición de sus trabajos – que en España fueron presentados en una colectiva de arte francés en la Feria de Arte de Valencia del 88- profundiza en la reflexión que la artista hace en torno a las relaciones de un entorno del que se ha apropiado, un mundo especial que codifica en una excepcional descontextualización un vocabulario tan cotidiano como los objetos que conforman una cocina. Reducidos, en principio, a un terreno mural en el que funcionaban como imagen pictórica, o a un espacio que les fuera propicio en todas sus dimensiones y entonces se presentaban como instalación, los muebles de cocina y los más variados accesorios: -mesas, sillas, calentadores, alacenas, platos o hasta el mismo piso de formica- fueron fragmentando cada vez más su presencia, eludiendo la narración de los comienzos a la que remitía en su obviedad reinterpretativa del pop con carácter de objet trouvé. La reductibilidad combina el desecho, armonizando pictóricamente su preexistencia y la fabricación de un espacio adecuado, participa siempre de la inquietud de una perspectiva cuyos puntos de fuga llegaron a situar en la bidimensionalidad los objetos de naturaleza escultural, aunque el trabajo de G. Vappereau participa de esa rara globalidad que acaricia la presencia de todas las manifestaciones que marcan la totalidad del arte. Y de ahí su rol paródico también, que la artista observa en sus propias reflexiones («El estado de desecho de los objetos me permite hacerles jugar un papel paródico, en el cual éstos adquieren, refiriéndose siempre a la realidad, el estatuto de signos abstractos»). Las primeras referencias a la lectura directa desaparecieron y uno puede codificar en esa disposición del fragmento del mobiliario todos los valores pictóricos tradicionales, a pesar del uso absolutamente destrivializado del material, auténtico cuerpo de una escultura que ha frontalizado su volumen en plenitud unívoca del muro o en el juego que a veces logra sustituir la apariencia con otra apariencia más real, como en el caso de una silla que actúa como eje y confluencia de todos los espacios. En cual quier caso, podemos viajar por otras profundidades, por otras sombras y por otras luces, por una geografia que nos resulta cotidiana, especie de vánitas que con un sentido exquisitamente poético logra trascender su condición de realidad para transmutarse en imagen pictórica y escultórica, reflexión irónica o paródica sobre un entorno que la artista remite a sus origenes con una voluntad y un talento altamente creativos.

X. ANTÓN CASTRO